237

La primera situación humillante es la espera. Bajo el sol, la lluvia, o el frío, debajo de unas chapas que fingen ser un refugio. Lo ves venir, de noche lo intuís, porque los carteles luminosos del 237 casi nunca funcionan. Es normal es que hayas esperado media hora o más, y después te das cuenta que te siguen cargando: detrás viene otro y por ahí otro más. Agarrás la SUBE. Ojalá que tengas saldo. En los barrios no suele haber muchos lugares donde la recarguen: son kioscos que suelen estar cerrados a la hora que más lo necesitás y encima te cobran. Subís al 237 (suponiendo que no tenés silla de ruedas, porque ninguno tiene rampa) y el colectivo sale disparado, sin la menor intención del chofer de hacer una transición suave entre cambio y cambio. Ni hablar que se cruce un auto o un perro. Los colectiveros son especialistas en maniobras bruscas. Mejor entonces conseguir un asiento, o agarrarse de donde se pueda, para no ser víctima de la inercia y terminar estampado con...