237
La primera situación humillante es la espera. Bajo el sol, la lluvia, o el frío, debajo de unas chapas que fingen ser un refugio. Lo ves venir, de noche lo intuís, porque los carteles luminosos del 237 casi nunca funcionan. Es normal es que hayas esperado media hora o más, y después te das cuenta que te siguen cargando: detrás viene otro y por ahí otro más.
Agarrás la SUBE. Ojalá que tengas saldo. En los barrios no suele haber muchos lugares donde la recarguen: son kioscos que suelen estar cerrados a la hora que más lo necesitás y encima te cobran.
Subís al 237 (suponiendo que no tenés silla de ruedas, porque ninguno tiene rampa) y el colectivo sale disparado, sin la menor intención del chofer de hacer una transición suave entre cambio y cambio. Ni hablar que se cruce un auto o un perro. Los colectiveros son especialistas en maniobras bruscas. Mejor entonces conseguir un asiento, o agarrarse de donde se pueda, para no ser víctima de la inercia y terminar estampado contra las ventanillas u otro pasajero.
Pero las calles de Hurlingham tienen un relieve bastante particular: las cunetas son profundísimas, los lomo de burro altísimos, y los baches amplios y numerosos. Todos estos accidentes geográficos son encarados sin miedo por el 237, sin frenar y a la velocidad que sea. Los sufridos pasajeros que soportaron las arrancadas o franazos bestiales ahora son arrojados literalmente por los aires.
Bueno, llegamos al Hospitalito, uno de los destinos preferidos por los viajeros: mujeres embarazadas, ancianos y normalmente la gente que suele ir a los hospitales, es decir, con problemas de salud. Si llueve, la calle se inunda de cordón a cordón, y no hablamos de diluvios, sino de lluvias normales. Ideal para cruzarlas con una pierna enyesada o una panza de ocho meses.
Suponiendo que superemos el semáforo de 5 esquinas en un tiempo prudencial, digamos diez minutos, vamos por Jauretche, donde los particulares estacionan donde se les da la real gana, con prescindencia de paradas de colectivos, rampas o lo que sea. De manera que el 237 te va a dejar casi siempre en la mitad de la calle y serás presa codiciada de bicicletas y motos imprevisibles.
Pasemos por alto la barrera del San Martín, cuyo estado normal es “abajo”, y el vertiginoso tránsito sobre vías y hormigón irregular.
Llegaste a Rubén Darío y tenés que bajarte porque por razones misteriosas, existen ramales “Sólo hasta Rubén Darío” y “Hasta 3M”, cuya identificación consiste en una hoja A4 impresa invisible para vos, preocupado por lograr subirte al colectivo cual hazaña olímpica.
Cualquier parecido con situaciones similares en otros barrios no es casualidad. La indignidad no es exclusiva de Hurlingham.
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