una suzuki amarilla



Capaz no sean los nombres correctos, la esquina exacta, la fecha real. Los recuerdos suelen venir con espacios en blanco y los completamos con otros recuerdos más convenientes, o con sueños, o los ajustamos a la necesidad de fabricar una historia.


Nos habíamos mudado a Hurlingham hacía pocos meses. Las noches eran frescas, oscuras y peligrosas. Todas las calles desde Bustamante hacia la periferia eran de tierra. Cada tanto pasaba algún coche, despacito, levantando polvareda.

Uno que sí recorría el barrio todas las tardes era el Perro, en su moto Suzuki amarilla. Era un dealer de poca monta, pero paraba en la esquina de Alsina y Malaspina junto con una bandita que era el terror de las señoras del barrio que iban a comprar a lo de Castillo, o iban a la misa de Virgen de la Esperanza. El Perro tenía un hermano, el Ñaca, feo como una desgracia, as del manubrio y el tetra, que iba en bici de almacén en almacén stockeandose de Viñas Riojanas. También tenía un pibe que vivía en la costa con su mamá. En esos días el muchacho estaba pasando unos días con el padre.

El nudo y desenlace fue así: unos malandrines de Barrio Mitre vinieron un noche fresquita de septiembre a comprarle sus cosas al fiado al Perro. Parece que el dealer los sacó carpiendo, y se volvieron a sus casas masticando venganza, o tal vez vergüenza. El Perro siguó en su esquina con su propio grupo de parias, disfrutando de su autoridad. Y su hijo adolescente estaba ahí mismo, bancando una parada que no era de él, fingiendo pose de pandillero.
Cuando los de Mitre volvieron, los vimos pasar por la ventana. (Pasaban tan pocos autos que nos quedábamos absortos mirándolos pasar) Era un Fiat 125, amarillo, como la Suzuki del Perro, con varios tipos adentro. Enseguida escuchamos los tiros, con el eco que producen los tiros, seguido por un coro de ladridos enfurecidos. Dijeron las viejas del barrio que los del 125 les dispararon a los de la bandita de Alsina y Malaspina, ahí mismo, en la esquina, y se fueron.

En el suelo, tirado y sintiendo en sus oídos cómo se apagaban los ladridos, y se apagaba su vida, estaba el hijo del Perro, el único caído en la batalla, amarillo como la Suzuki.

Al día siguiente, en los diarios mentían que habían matado a un muchacho para robarle la campera.
Con el tiempo, el Perro no tuvo más la Suzuki amarilla y andaba andaba menos seguido por la calle polvorienta. Pasaron algunos años y el Perro se murió. Hace poco también desapareció el Ñaca.
En la esquina construyeron unos locales para alquilar, algunos con suerte variada. Pero hay uno que jamás se pudo ocupar más de dos meses. Dicen las viejas del barrio que las noches fresquitas de septiembre en ese local se escuchan ladridos y lamentos lastimeros de perros nunca se ven y que lloran muertes al pedo.

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