“El Santito" de Campo de Mayo
Para los que viajan a Campo de Mayo por la línea del tranvía Lacroze, no tiene nada de extraordinario el grito del guarda cuando anuncia la parada:
— «¡El Santito!»
Y es vulgar también el ver el almacén que, calle por medio, ostenta en la parte superior de la fachada, entre dos ventanas, una hornacina con una virgen.
Tal es la fuerza de la costumbre, que hasta los mismos vecinos, no se han preocupado de averiguar el porqué se halla esa virgen colocada allí.
Y ésta, no obstante, es célebre en los alrededores. Acuden de las cercanías, tal que a una capilla, creyentes que piden a los inquilinos de la casa, como favor especial, les permitan colocar flores y velas a la virgen, en cumplimiento de promesas hechas en momentos de tribulación. Y lo hacen sin entrar en averiguaciones, ni preguntar el motivo de la existencia de esa imagen, que es un símbolo en medio de la soledad de esos lugares.
Muchos no recuerdan ya la época en que fué colocada, y la superstición lo asigna una
antigüedad exagerada. Los comarcanos, gente trabajadora, que pasa las horas en las tareas agrícolas, roturando o sembrando el pequeño campo que, es su subsistencia, dedican en sus momentos de ocio un pensamiento a la virgen, que, venida desde lejos, es ahora el ídolo del lugar, y los mismos viajeros que pasan indiferentes por la parada solitaria, tienen casi siempre una mirada para la imagen que pronto queda atrás con el correr del tranvía.
Y, sin embargo, la virgen tiene su historia: humilde, casi vulgar, pero con un destello de fe romántica, que fué su consagración en un rincón distante de sus fieles ancestrales.
Esta es:
Allá por el año 1875, entre todos los vigorosos campeones del trabajo que llegaban a la tierra prometida en busca del ansiado vellocino, llegó a nuestras playas, don Nicolás Machiavelo, súbdito italiano, sin más capital que su honradez y sin más fortuna que sus brazos.
Como todos, como muchos, buscó en el campo el ambiente propicio a sus aspiraciones, y empezó a trabajar, lento, tesonero, puesta su mirada en un más allá de bienestar alcanzado a fuerza de luchar.
La historia se repitió. El colono se transformó en humilde chacarero, dueño de unas cuantas varas de terreno . . . y siguió trabajando.
Una noche, obscura, tormentosa, de vuelta de la tarea cuotidiana, el caballo que le conducía a su vivienda se asustó avalanzándose. El jinete, en su rústica fe, invocó a la Virgen de la Guarda, — patrona de su pueblo natal, Polvechera, — y el percance no tuvo mayores consecuencias.
La promesa de adoración incesante para la virgen salvadora, existió desde entonces en el alma del creyente, hasta que, dueño de una posición desahogada, poco tiempo después
edificó una casa en el lugar del episodio, reservándole a la virgen un lugar en la fachada. Una de las habitaciones fué destinada a capilla para su devoción y, en el ailo 1899, fué traída desde el lejano pueblo italiano la imagen que ahora ostenta con orgullo la vieja casa.
Y hoy, cerca de veinte años después, en la casa está instalado un almacén, y el cuarto donde antes se veneraba a !a virgen se utiliza como depósito de mercaderías.
Sin embargo, subsiste siempre la imagen, rodeada de flores; y la luz titilante de la vela encendida en su holocausto, parece, de noche, un símbolo de lejanos tiempos.
HÉCTOR A. BIGNONE.
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