Morris, 7 de septiembre de 1970
estación hurlingham
Tomás nunca había estado en Hurlingham. A través de la ventanilla del tren San Martín, mira la humeante chimenea de la fábrica Goodyear y su enjambre de bicicletas colgadas al lado del portón de entrada, un paisaje suburbano que al instante contrasta con las mansiones de los viejos ingleses.
El guarda del ferrocarril anuncia vagón por vagón la llegada a la estación. Entonces Tomás se levanta del asiento de cuerina marrón, camina hasta el estribo y se baja con un
salto seguido de un trotecito por el andés para vencer la inercia del tren aún en movimiento. Tiene el diario de hoy en la mano. Se acomoda el traje azul bien planchado mientras se dirige a la salida de la calle Remedios de Escalada.
Llega hasta un banco de cemento, mira alrededor y se sienta. Abre el diario, lee la fecha: lunes 7 de septiembre de 1970. Busca y encuentra la tapa del suplemento de deportes y la deja bien a la vista: es la clave para que la persona que va a ir a encontrarse con él lo reconozca.
El verdadero nombre de Tomás es Luis Enrique Rodeiro, es cordobés y pertenece al grupo revolucionario descabezado en La Calera por la policía brava cordobesa.
El reloj de pulsera marca las siete y media de la tarde y es casi de noche. Un Peugeot 404 bordó estaciona en la calle que bordea la estación. Baja un muchacho alto, veinteañero, pelo oscuro corto, traje gris, corbata azul y roja. Se acerca al banco de cemento, mira el diario que lleva Tomás y dice, con seguridad, pero con la mano cerca de las pistolas que lleva en la cintura:
Tomás. Vení, vamos al auto. Subí atrás
Tomás obedece. El muchacho de traje gris, Fernando Abal Medina, se acomoda en el asiento del acompañante y le ordena al conductor, Carlos Gustavo Ramus, que arranque. Gustavo lleva una ametralladora Uzi y una granada de mano. Tiene puesto un traje gris y tiene casi la misma edad de Fernando. Éste va indicando el camino a medida que sortean las tortuosas calles de Hurlingham. Observa las mansiones de los ingleses, y murmura algo sobre los “oligarcas hijos de puta” pero ninguno de los compañeros le contesta.
Fernando y Gustavo vienen inmersos en una vorágine que arrancó cuatro meses antes con el secuestro y fusilamiento del ex dictador Aramburu, una audacia que implicó ir a buscar al propio general a su casa en pleno centro de Buenos Aires y llevarlo a un campo de la familia de Gustavo por caminos rurales. Un golpe inesperado para la actual dictadura, que dedicó todos sus esfuerzos para cazar a los secuestradores, cuyas identidades fueron descubiertas por la policía en un allanamiento en Córdoba.
(banco galicia)
Toman la avenida Roca, un asfalto mínimo flanqueado por banquinas de tierra. Ya se hizo totalmente de noche y unas pocas luces van salpicando la oscuridad. A medida que se alejan de la estación aumentan los baldíos, hasta que el paisaje se convierte decididamente en descampado. Fernando pide doblar a la izquierda, y luego de transitar de unas cuantas calles de tierra cruzan nuevamente las vías, a la altura de la Estación William C. Morris.
Llegan a lacórdoba
calle Villegas, aunque los vecinos todavía la conocen como Moctezuma. Estacionan en la puerta de una farmacia, en la esquina de Potosí. Cruzando la esquina un farol alumbra el nombre de una pizzería: “La Rueda”
Son las ocho y cinco de la noche.
córdoba
william morris
Carlos Capuano Martínez maneja el Fiat 1500 blanco por la calle La Tradición rumbo a William Morris. Esquiva los pozos de ese largo camino de tierra que transcurre entre quintas abandonadas y pastizales. Cuando pasa debajo de las líneas de alta tensión de Segba sabe que están cerca de “La Zeta”, o sea que falta muy poco para el lugar de la cita. Carlos tiene 21 años y algo de acné en la cara. A su lado está José Sabino Navarro, morocho, largo bigote negro, pistola 9 milímetros en la cintura. A medida que se acercan al punto de encuentro, el Negro Navarro se va poniendo tenso, casi nervioso. Observa autos que se cruzan, puentes que sortean arroyos, paradas de colectivo, buscando posibles vías de escape.
Van a encontrarse con Fernando, Gustavo y Tomás en la pizzería La Rueda. Todos son integrantes de Montoneros.
Estacionan el Fiat en la calle Villegas. Son las ocho y diez de la noche
El farmacéutico de la calle Villegas está acostumbrado a los robos. También a que los vecinos le pidan prestado el teléfono, uno de los pocos que hay en Morris. Cuando ve estacionar un auto bordó con gente desconocida, interrumpe la charla sobre el costo de vida que animadamente sostenía con un cliente que fue a comprar un tubito de Redoxón. Mira por sobre los anteojos de leer a los dos extraños que bajaron y entraron al bar. Se queda más preocupado por el que se quedó al volante, como fuera a hacer de campana de un posible asalto. Cuando un segundo auto frenó con otras dos personas, no duda: le cobra al cliente, lo despide, levanta el teléfono y disca el teléfono de la comisaría Cuarta de Morón.
Policía, buenas tardes
Sí, de la farmacia de Morris llamo. ¿Quién habla, Hernández?
Sí, Hernandez habla, ¿qué dice?
Escúcheme, viejo, pararon dos autos acá enfrente y unos tipos entraron al bar y otros se quedaron como vigilando.
¿Puede ver si están armados?
No, no pude ver. Son cinco tipos en total. Un 404 blanco y un 1500 bordó
Bueno, ya le aviso al comisario.
Listo, Hernández, buenas noches
CUATRO
Dentro de “La Rueda”, dos paisanos comparten un Cinzano, un sifón de soda y un platito con maníes. En otra mesa, una mujer fuma nerviosa mientras su acompañante le pone un cubito de azúcar al café. El dueño está parado del lado de adentro del mostrador, junto a la caja registradora. Botellas de bebidas que nunca serán servidas se acomodan en estantes de vidrio y se duplican en un espejo gastado y pringoso. Tomás y Fernando miran al piso de baldosas blancas y negras mientras entran al bar por una puerta que da a la esquina. Fernando señala a la derecha y se sientan a una mesa al lado de la ventana que da a la calle Potosí. Parado al lado de la silla, de espaldas a la pared, Fernando observa cuidadosamente alrededor, se desabotona el saco y se sienta. Tomás advierte las culatas de sendas pistolas en la cintura de Fernando, sin sorpresa, pero con inquietud. No sabe manejar armas y no porta ninguna.
El metro ochenta de Navarro irrumpe en el bar, se dirige a la mesa de Fernando y Tomás y no bien se sienta acomoda ostensiblemente su propia arma.
Buenas!
Levanta la mano y llama al mozo.
El mozo se acerca y pasa un trapo húmedo sobre la mesa y saluda.
Buenas noches, ¿qué se van a servir?
Se escucha el vozarrón de Navarro:
Tres cafés.
Son las ocho y cuarto
comisaría
El cabo primero Roque Hernandez cuelga el teléfono, levanta sus cien kilos de anatomía y se dirige a la oficina donde el comisario Tuzio y el principal Haas hablan de los partidos de fútbol del día anterior y fuman relajados.
Llamó el de la farmacia de Villegas y dice que pararon dos autos con desconocidos, unos entraron al bar de la esquina y otros se quedaron de campana - informa Hernández..
-Andá a ver que pasa, Haas.- ordena el comisario - De paso traete unas grandes de muzzarella que ya son más de las ocho.
A la orden, comisario ¿Cuantos NN, cabo?
Cinco, mi principal, tres entraron a La Rueda y quedó uno en cada auto.
Hernández, agarre la metralleta y venga. Carusso y Bravo, conmigo, al patrullero. Haas toma una escopeta Itaka de un armario y cansinamente el personal de la comisaría va saliendo y se acomoda en el Ford Falcon negro y blanco. El cabo Mario Bravo se acomoda al volante, Hernández a su lado, el cabo Rodolfo Carusso y Hass se sientan atrás, éste vestido de civil y con el caño de la Itaka saliendo ostensiblemente para afuera de la ventanilla. Arranca la patrulla, no sin esfuerzo, y Bravo inquiere:
¿Adónde vamos, mi principal?
Villegas y Potosí. Sin sirena ni baliza.
El Falcon esquiva la plaza Finocchieto, una plazoleta conenfrente de la cual está la comisaría, sobre la calle victoria
La patrulla estaciona sobre Villegas, aunque la trompa está ya casi sobre Potosí. Dice Haas:
Carusso y Hernández, bajen y observen. Me comunican las novedades antes de proceder.
Sentado al volante de su Peugeot, Gustavo Ramus ve llegar a la policía, carga su ametralladora y controla que las granadas se encuentren a mano, mientras se oculta deslizándose hacia abajo en el asiento. Son las ocho y cuarto de la noche.
la rueda
El aroma de los cafés que el dueño de La Rueda, José Sabadino, sirve en la mesa que comparten “Tomás”, Fernando y Sabino, rompen un poco el persistente olor mezcla de pis de gato, desinfectante y grasa que invade el lugar.
Tomás, la situación de la organización en Córdoba después de lo de La Calera es desesperante. No podemos cometer más errores que puedan comprometer la existencia misma de la organización
Pero, Fernando, estamos charlando a cara descubierta en un lugar público…
Tranquilo, estamos muy bien cubiertos por los compañeros que están afuera. Hablando de combatientes, queremos que Sabino se integre en Córdoba y él y vos se pongan al frente.
Upa. - interrumpe Sabino
Los policías Hernández y Carusso se presentan en la puerta del bar, el primero con una metralleta colgada del hombro, la mano en la culata, el dedo en el disparador. Carusso entra y barre con la mirada las caras de los clientes con la indiscreción suficiente como para que los tres jóvenes forasteros se alarmen. Un instante eterno cruzan miradas. Luego Fernando simula tranquilidad, mientras por debajo de la mesa la mano se acerca a las 45 y pretende seguir con la charla
Como te decía, Tomás...
Mientras se acerca al dueño del bar, Carusso saluda, con voz potente y segura:
Buenas noches, Sabadino, ¿Cómo anda?
Luego se acerca a la punta del mostrador, casi como invadiendo el lugar sagrado del dueño, bajando ostensiblemente el tono:
Poneme a marchar tres grandes de muzzarella, haceme el favor.
Hecho
El susurro entre policía y dueño aumenta la tensión en la mesa de los tres jóvenes, que no suponen que se trata del habitual mangazo, tensión que no parece aflojar aunque Carusso salga del bar y junto con Hernández vuelva al patrullero.
El cabo sabe que esos tres les va a causar problemas. Resignado ante la imposibilidad de evitar la confrontación con ellos se acerca a la patrulla y le habla a Haas, que no se ha movido del asiento trasero.
Hay tres tipos de traje, mi principal. Al resto de los clientes los conozco a todos de por acá.
Identifíquelos. Que Hernández se quede en la puerta. Cabo Bravo, usted identifique al del Fiat.
A la orden - dicen los agentes, con una mezcla de temor y resignación, en un coro cacofónico y a destiempo
Con el aplomo que le otorga su profesión, y la seguridad de la enorme escopeta que lleva en su mano derecha, Haas sale de la patrulla y cruza la calle Villegas, la vista fija en el Peugeot 404 bordó y la silueta oscura de Gustavo al volante
Desde el auto, Gustavo Ramus ve al policía de civil caminando en su dirección. Siente la corriente de adrenalina en la espalda, dientes apretados y manos crispadas. Por un instante piensa en la situación adentro del bar y comprende que los compañeros están encerrados en una trampa mortal. Los policías no tardarían en reconocer a Fernando, cuyo rostro la dictadura se ocupó de difundir profusamente desde que lo identificaron como uno de los que secuestró al general fusilador. Comprende que la vorágine que empezó en mayo es imparable y en este momento la opción es una sola y no duda. Guarda una de las granadas de mano en el bolsillo del saco, toma la ametralladora, abre la puerta del auto, apoya el arma en el techo, y dispara una primera ráfaga contra el policía, que resulta ileso. Haas no puede creer que ninguna bala le haya tocado, retrocede unos pasos y trastabilla. Mientras cae, trata de apuntar al agresor y dispara, sin demasiada precisión. Uno de los perdigonazos impacta a Gustavo en el hombro. Siente el sabor metálico en la boca, el hedor acre de la pólvora, las manos que sudan al contacto con el metal del arma, el dedo apretando el gatillo disparando una, dos, infinitas ráfagas de proyectiles que agujerean al patrullero, destrozan las ventanillas y levantan nubes de polvo al clavarse en la calle de tierra. El policía Hass consigue refugiarse detrás del Falcon.
El policía Carusso había entrado al bar y se diría resueltamente a la mesa de los tres muchachos, pero no alcanza a caminar tres pasos cuando lo sorprende el tiroteo que ocurre en la calle. Fernando Abal Medina yergue su metro noventa, toma su arma de la cintura y gatilla tres veces. Dos de los disparos hieren a Carusso en el hombro y en la pierna. El policía cae y vuelve arrastrándose a la puerta del bar, dejando una estela de sangre en las baldosas blancas y negras. El otro policía, Hernández, se encuentra entre las ráfagas de la metralleta de Gustavo y las balas de Abal Medina y acciona su propia arma y dispara primero hacia afuera del bar y luego hacia adentro. El Negro Navarro también se pone de pie, saca sus pistolas de la cintura y comienza a disparar contra los policías. Estallan los vidrios de puertas y ventanas, revientan las botellas de las repisas y vuelan astillas de mesas y sillas. Tomás, desarmado, corre hasta ponerse detrás del mostrador. El dueño ya estaba ahí, en cuclillas, tapándose los oídos. Los otros clientes también buscan refugio entre la lluvia de vidrios rotos.
El cabo Carusso renguea hasta un local vecino (la rotisería La Reina) y le dice al dueño:
¡Estoy herido, mire como me dieron!
No obstante, el cabo vuelve a salir y a disparar contra Gustavo, pero recibe más balazos y cae.
Adentro de La Rueda, Sabino vacía los cargadores de sus dos pistolas contra los policías de adentro y de afuera.:
- ¡Me quedé sin balas!, le grita a Fernando, y se arroja por el ventanal, que estalla en mil astillas, sale a la calle Potosí y huye, ensangrentado, por los techos de las casas. El Fiat 1500 bordó de Capuano ya no está.
Fernando avanza hacia la puerta, hacia la seguridad de su amigo y compañero Gustavo. También agota sus municiones, y mientras cambia el cargador, el cabo Mario Bravo sale de la patrulla y le dispara. El primer tiro impacta en la boca de Fernando, el segundo en el oído, el tercero y cuarto en el pecho. Fernando se da vuelta y dos disparos más le dan en la nuca y cae fulminado en la vereda.
Gustavo dispara su último tiro, arroja la metralleta y saca la granada. En ese momento, Haas dispara implacable y certeramente contra Gustavo, que ya muerto, deja caer la granada, cuya explosión marca el final del tiroteo y dejando la noche en silencio.
A lo lejos, comienzan a ladrar los perros
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