De Molinos y Santitos

 





La historia de Hurlingham, que venía arrastrándose lentamente desde la llegada del hombre blanco, se manda un pique fenomenal en las últimas décadas del siglo XIX.

Sometido el gauchaje civilizado de las provincias por los bárbaros Mitre y Sarmiento, masacrados los habitantes originales por el “Orden y Progreso” de Julio Argentino Roca, los alrededores de Buenos Aires comienzan a poblarse de inmigrantes. Tanos, portugueses y gallegos se suman a los nacionales, los que han enterrado por un tiempo sus sables y chuzas. Todos son corridos por las leyes y bayonetas para conchabarse en algún establecimiento de la recién alambrada pampa.
El proyecto de la oligarquía doméstica, un país con una fuerte economía exportadora de bienes primarios, ciertamente tuvo éxito en ese tiempo: la superficie sembrada en 1874 fue 340.000 hectáreas,  en 1888  se pasó a dos millones y medio y en 1895, cinco millones.

Semejante revolución iba a tener su eco en el paraje de Paso Morales. Ya sabíamos que Luis Langevin y su socio habían instalado un molino de granos en las orillas del actual río Reconquista, montándose en la ola del auge agrícola. En 1880 el ubicuo señor Miguel Bancalari le compra el molino y suma otro más a los que tiene desparramados por doquier: en la hoy populosa Plaza Once, en Manzanares, cerca del río Luján, y por supuesto, donde hoy existe la estación llamada Bancalari justamente en su honor.


Inmediatamente después de la adquisición, el industrioso molinero le transfiere la propiedad de Paso Morales a su hijo Juan Agustín, al que se le prendió la lamparita, literalmente. Importó de Alemania (de dónde si no) un pequeño dínamo que obtenía su energía de una máquina a vapor, y puso bombitas de luz por toda la casa, que se prendían única y lógicamente de noche. Fue la primer instalación eléctrica de lo que sería más tarde llamado Hurlingham.


Giran las turbinas del molino, y apenas iniciado el nuevo siglo, la élite gobernante crea el monstruoso megacuartel de Campo de Mayo, una amenaza mortal a  tiro de cañón de la siempre díscola Capital. Probablemente el alto edificio (dos pisos) del molino de Bancalari jodía la vista de los emplumados generales, pero lo cierto es que el entonces coronel Ricchieri decide comprarlo para, simplemente, demolerlo, en 1904. Sin embargo, en el mismo sitio se construyó la usina eléctrica de Campo de Mayo.


Y concluye así la historia de casi cuarenta años del molino. Pero sus  trabajadores habían generado un núcleo poblacional relativamente importante, así como en su momento la apertura del puente del Paso Morales provocó un considerable movimiento de carretas y diligencias entre el novísimo San Miguel y la antigua Morón. A pocas cuadras de lo de Bancalari, y sobre la actual Vergara, un inmigrante genovés sospechosamente llamado Nicolás Macchiavelo abrió una pulpería, en 1875. La nieta del almacenero, Maria Luisa Ferrecio de Procaccini, le contó al historiador Jorge Pumiere por qué razón el almacén fue bautizado por los pobladores “el Santito”: Dice la señora: “Cierta vez que mi abuelo se encontraba sobre un andamio levantando una pared de la casa del Santito, resbaló cayendo con tan mala suerte que se fracturó un brazo. Como en principio los médicos revistieran la lesión con diagnóstico de gravedad, tanto que creyeron necesaria la amputación de la mano; mi abuelo, fervoroso creyente y además devoto de la Virgen de la Guardia, promesó ante su santa protectora… y la mano se salvó. Una vez terminada la construcción de la casa, mi abuelo viajó a Italia, de donde trajo a mi madre -Magdalena Rosa Macchiavelo- y en pago de su promesa trajo la imagen de la Virgen de la Guardia, totalmente construida en mármol de Carrara, y la colocó en el frontispicio de la casa. Como la gente no supiera el nombre de la misma, al verla al pasar, le llamaron simplemente “El Santito”. Esto se hizo luego extensivo para designar la casa de mi abuelo y el almacén que había en la misma.” Esta maquiavélica historia hizo que más adelante la Virgen de la Guardia fuera nombrada Patrona de Hurlingham.


Cual otro milagro de la Virgen, la casa del Santito aún logra sobrevivir al pico, la maza y el volquete, lo que no pudieron la casa de La Estanzuela de Norberto Quirno, demolida hace pocos años, ni la casa de Tomás Le Bretón, llamada en sus últimos tiempos “la mansión embrujada” por adolescentes y extranjeros por su ruinoso estado.


El almacén de Macchiavelo prontamente comenzó a tener entre su clientela rubicundos comensales de británicos modales. Estos inglesitos iban nada menos que rebautizar al pueblo, crear un club exclusivo y generar las condiciones para que en Hurlingham ocurriera uno de los inventos más geniales de la historia: la chomba.

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