La era del maxikiosco

¡Tenéis sed, os pintó el hambre, 
pero solo tenéis un pancho y una birra!

Jesús de Laferrere



Durante la década menemista, cuando creímos por un instante que,  porque un peso valía un dólar, un Hurlingham podía valer un Londres, el Conurbano conoció novedosas “modalidades de comercialización”. Remiserías, parripollos y maxikioscos se desparramaron todo el Conurbano bonaerense de la mano de los neopobres beneficiados con una indemnización del neoliberalismo. El grande estafador de La Rioja le dio a cada argentino sin trabajo la posibilidad de ser empresario capitalista, por unos meses.

El maxikiosco tenía la ventaja de poder abrir las 24 horas, por el simple hecho de estar instalado en la pieza de delante de la casa, obligando a la Jésica a mudarse a la habitación de los hermanos o dormir en el comedor.

Casi cualquier producto se podía encontrar en estas pulperías de los 90, legal, ilegal o algo por el medio. También podía darse que no hubiera ninguno de los que necesitaras en ese momento, y comenzaras un raid por todos los de la cuadra para completar tu canasta alimentaria: Uno tenía pan, pero no fiambre, el otro tenía fiambre, pero no Coca, el tercero tenía Coca, pero no Marlboro Box. Uno que conocí vendía llaves francesas, Stillson y cinta métrica. Con el tiempo, te ibas avivando de que los kioscos se especializaban en algún rubro y rumbeabas para uno u otro dependiendo de la necesidad (o guita) que tuvieras.

“Doña, tiene papelillo”, decía el chico con un acné de piercings que estaba con vos en la cola, y te venía por el cuerpo una módica indignación por ser cuasi testigo de un acto cuasi delictivo por parte del pobre pendejo que apenas podía armarse un porrito por semana o quincena.

“Un Uvita”, pedía sin saludar ese humano roto y mal parado, y no le hacía falta aclarar nada más porque la kiosquera ya sabía el tipo, color y packaging que el choborra compraba tres veces por día de lunes a domingo.

La pesadilla era estar esperando detrás de uno que quería fiambre. Las dudas propias del comprador (cocido o paleta, salame o bondiola, salchichón con jamón o primavera) sumadas a la impericia del vendedor, obligaban a matizar la espera charlando con los otros de la cola, sobre temas meteorológicos o alguna pelotudez de la tele.

El conflicto era - y es - siempre el envase de cerveza: si este sirve para la quilmes, si después se lo traigo, que te lo tengo que cobrar: el diferendo se arreglaba con un “la tomamos acá”.

Hubo temporadas poco ilustres: la Suitty, la Manaos, la Goliath, los huevos de a uno, los cigarrillos sueltos, los cubitos con colorante y azúcar que llamaban “helado de agua”, los fideos de marcas inéditas como los “A la Buena de Dios” o los “Marcelito”, purés de tomate de contenido incierto y también productos de marca pero con una fecha de vencimiento peligrosamente cercana o correspondiente a almanaques ya descartados.

Y sí, los comprabas igual: si tenías deudas con Dios y María Santísima y hasta el Blockbuster te mandaba al Veraz, ¿qué pretendías? . Si tenías trabajo, la única continuidad era el cambio constante, no sabías si el próximo mes ibas a cobrar en patacones, lecops o figuritas del mundial de Japón. Te rebajabas a comprar un Marlboro de 10, porque si comprabas el de 20 no llegabas con las moneditas del colectivo. Y también has salido con las monedas justas para el viaje de ida solamente.

Capaz que hiciste cosas inconfesables para mantener a tu familia. Yo sí.

Y la tristeza, la tristeza.

Por ahí no es vivir en la miseria absoluta, pero comprar en el maxikiosco un pañal suelto para tu hijita a las once de la noche se le acerca bastante.

Pero hubo un verano glorioso en que en el maxikiosco apareció la maquinita para hervir salchichas larguísimas. Agregamos unos panes y papitas: nació el Superpancho Con Lluvia de Papitas, el alimento que salvó al Conurbano del descalabro total en aquel diciembre del 2001. La mezcla exacta de carbohidratos, grasa y cereal que todo ser del Gran Buenos Aires necesita para sobrevivir las peores crisis.

Algún día, los economistas reconocerán la importancia del maxikiosco en la resolución de la crisis de principios de siglo, Cormillot y  los nutricionistas se arrepentirán de sus calumnias contra el superpancho y los concejales aprobarán un monolito que recuerde a la kiosquera que te fiaba, cuando nadie, nadie, te tiraba una soga.

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