Úrlingan

Jairo García Sánchez, profesor de Filología Románica de la Universidad de Alcalá de Henares y experto en toponimia, (el estudio etimológico de los nombres propios de un lugar) tiene una explicación a mano cuando se le pregunta por el momento en que se empezó a nombrar a los lugares que conocemos: desde el mismo momento en que apareció el lenguaje y hubo necesidad para hacerlo. “Los nombres propios, los topónimos, no son palabras o expresiones ajenas a la lengua, sino que forman parte de ella, y los lugares, como otras parcelas de la realidad, requieren ser nombrados para ser identificados” Durante miles de años, desde que los primeros humanos llegaron a la polvorienta Pampa, este pedacito de tierra donde vivimos y que llamamos Hurlingham no tuvo nombre, que sepamos. No quedan casi rastros de la lengua que hablaban los originarios querandíes, y muy probablemente no hayan tenido la necesidad de identificar un territorio que era inmensamente suyo. Pero vino el hombre blanco, con su necesidad de escriturar, mensurar y registrar todo. Y después de los “Paso Morales”, “Cuartel IV de Morón”, “La Estanzuela”, con los que nuestros criollos llamaron a este sitio, les tocó a los ingleses bautizar a su amado club y a la estación del ferrocarril donde trabajaban como Hurlingham. Inmobiliarias y martilleros no tardaron en imponer el nombre que recordaba a un club de los arrabales de Londres. También a medida que el pueblo crecía y quizá con una estrategia de marketing inmobiliario, más que nostalgia por su madre patria, y con el poder de las sociedades de fomento de la época, llamaron a las calles con nombres de sus británicos y rubios héroes: Eduardo VII, Winston Churchill, Canning, Pitt, Hamilton, Victoria, Londres, y hasta el improbable general O'Brien. Pero ya casi no quedan ingleses en Hurlingham. La nacionalización de los ferrocarriles mandó de vuelta a muchos a su país de origen. Las guerras mundiales también llevó a muchos brits a morir en sucias cunetas francesas, en el desértico Tobruk o bajo las bombas V2. El tiempo también hizo que dejaran de registrarse apellidos anglosajones en el Hurlingham Club y fueran reemplazados por dobles apellidos castizos y vacunos. O por cualquiera que sonara finamente británico, sea inglés, escocés o irlandés. Jamás un Caporaletti, un Melgar y menos un Lewcovich. También vino la guerra de Malvinas y la súbita transformación antibritánica de los argentinos en el lapso de un fin de semana. Un viernes erámos fans de Yes o Led Zeppelin y el lunes amanecimos criollamente seguidores de León Gieco o de Baglietto. Y las autoridades de aquel momento decidieron que las calles de esta ciudad no deberían tener remembranzas del odiado enemigo: basta de Eduardo VII (aunque algunos acérrimos tradicionalistas la sigan llamando así, o gorilas de medio pelo le digan Aramburu), Churchill o Canning. Fueron cambiadas por patrióticas nomen-claturas casi todas; se olvidaron de Londres, seguramente porque es cortada y está en un barrio históricamente aislado. Pero el nombre de Hurlingham siguió incólume, incluso cuando en los 90 se creó el partido y se debatió el topónimo. Porque más allá de lo que decidan concejales u oscuros funcionarios municipales, quién realmente llama a las cosas por su nombre es el pueblo. Y a pesar del "John Ravenscroft", la plaza siempre será la Plaza de Hurlingham, el "Paseo Mario Arnedo Gallo" siembre será la placita de la Estación. Kilómetro será Kilómetro por siglos y el Hospitalito eternamente Hospitalito. Cuenta la leyenda que siendo presidente, Sarmiento llegó al pueblo cordobés de Fraile Muerto, localidad a la que sus habitantes llamaron así por siglos. Asqueado por el rústico nombre, el sanjuanino preguntó si vivía por allí algún colono británico, canadiense o meramente rubio, y le nombraron a los hermanos Bell. Desde ese momento oprobioso de cipayismo y por capricho del Padre del Aula, el pueblo pasó a llamarse "Bell Ville". La respuesta popular llegó enseguida: los bárbaros la pronuncian "Belviye". Y de la misma manera, al villorio que un grupo de señores británicos de botas de montar y breeches le puso un cartel que decía “Hurlingham” y pronunciaban "Jérlingham", nosotros lo tomamos, lo fagocitamos, lo asimilamos, lo hacemos nuestro y se lo devolvemos empaquetado y con un moño como "Úrlingan". Esa es nuestra venganza.

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